¿Qué tienen en común la ciencia y el arte?

Tal es la cuestión que el Nobel de Física Frank Wilczek intenta responder en su obra, El mundo como obra de arte. La idea tiene su dificultad y a la vez su obviedad. El concepto de belleza puede aplicarse a un atardecer, a una música, a un campo de conocimiento concebido por la mente humana. Se equivocan, por tanto, los que aseguran que la ciencia y el arte no tienen nada que ver. Sin embargo, tampoco puede decirse que son la misma cosa. Enfrentar estas dos grandes formas de conocimiento interesa tanto por lo que comparten como por lo que difieren.

¿Qué es la belleza? ¿Qué es la belleza natural de los objetos reales y qué es la belleza cultural del conocimiento humano? ¿En qué punto se dan la mano ambas concepciones?

El número áureo es una proporción conocida desde la antigüedad como un canon de belleza que se deduce por un razonamiento puramente mental. Por ello no es raro encontrarlo en todo tipo de estructuras de diseño humano: un edificio, un mueble, un vestido. Pero ¿cómo se explica que ese mismo número aparezca también en las formas y estructuras vivas?

Para intentar resumir las bases de la belleza, Wilczek afirma que la forma más simple de belleza se expresa en armonía y ritmo. Y la forma más inmediata de lograr esta belleza es la simetría. Se diría que la belleza es una especie de no cambio dentro del cambio. Esto podría aplicarse también al campo de la cirugía maxilofacial, donde la armonía y la simetría son claves de la estética facial.

Wilczek consigue seducir al lector tácita y subliminalmente en favor de una respuesta a la pregunta inicial del libro: ¿es el mundo una obra de arte? Estamos de suerte; ésta no es otra que un sonoro y apasionado ¡sí!

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